Estamos en la calle. El murmullo de la gente se mezcla con el humo del tábaco y una lluvia fina que parece no abandonarnos en todo el día.
Salimos del primer concierto en el International y mientras hablamos mi mirada se pierde en el otro lado. Justo en frente la acera está vacía y un pequeño bistro acoje a tres viejecitos sentados entorno a una mesa. Son las diez de la noche de un jueves cualquiera.
La camarera, de piel pálida y entorno a los cincuenta mira hacía la calle distraida, aburrida. Mientras tanto los viejecitos siguen con su juego de cartas, y yo con mis amigos hablando. Ella anhela estar en la acción, en nuestro bando, y yo tener una cámara para grabar este momento.
¿Entramos? Empieza el siguiente concierto. Y entonces pienso que estos contrastes son los que me dejan clavada a París.
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